PSICOBIOLOGÍA Y NEUROBIOLOGÍA DE LA VIOLENCIA
OBJETIVOS DE APRENDIZAJE:
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Comprender los conceptos clave en el estudio de la psicobiología y la neurobiología de la violencia
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Identificar las estructuras neuroanatómicas que intervienen en la violencia y el comportamiento agresivo
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Distinguir la psicología de la sociopatía y psicopatía
Psicobiología de la violencia
Cuando las personas que provienen del campo de las ciencias biológicas se refieren a la conducta humana suelen hablar en términos generales. Diversas investigaciones que abordan el tema de la agresión en ratones y gatos lo hacen desde el punto de vista de los factores desencadenantes, pero no distinguen entre un ratón y otro en lo que a sus reacciones y comportamiento se refiere. En cambio, cuan-do hablarnos del ser humano, mientras que los biólogos siguen hablando de condiciones y circunstancias en general, los clínicos —psicólogos clínicos, neurólogos y psiquiatras— se muestran más interesados por las diferencias individuales. Así, nosotros preferimos hablar de síndromes o grupos de características clínicas. La verdad es que ambas perspectivas son indispensables para entender el problema, ya que no se puede negar que tanto la biología como el entorno influyen en la aparición del comportamiento violento. Dicho de otro modo, cualquier persona es más peligrosa si empuña un arma. Además, es necesario distinguir entre individuos. Por ejemplo, un adolescente que vive en México tiene menos probabilidades de introducirse en un núcleo terrorista que un adolescente palestino. Sin embargo, si el mexicano ha sido maltratado durante su infancia y ese maltrato le ha ocasionado daños psicológicos puede ser más violento que cualquier niño palestino, aunque lo sea de forma distinta. En conclusión, es indispensable hacer distinciones, dada la variedad de circunstancias que influyen en el comportamiento humano. En este sentido, hablar de síndromes clínicos es una manera de expresar las semejanzas y las diferencias entre un grupo de personas y otro. De ahí que, al hablar del síndrome violento, sea conveniente distinguir a los sujetos violentos, sociópatas y psicópatas de otros grupos. Aunque la definición de ésta última es muy controvertida, los clínicos dirían que, como el arte, no la pueden definir bien, pero la reconocen en cuanto la ven.
Los psicópatas tienen un carácter peculiar: a veces se muestran muy agradables, pero lo hacen con el motivo oculto de engañar, y son capaces de violar y matar a sangre fría. En cierto modo, la característica más llamativa del psicópata es la “sangre fría” con la que actúa. Sin embargo, tratar de expresar qué distingue a un psicópata de otro recluso o paciente es una tarea difícil.
Una contribución clave ha sido la aportada por Robert Hare, quien ha arrojado luz sobre la importancia de la personalidad del psicópata y su relación con otras personas. En definitiva, aunque su definición es controvertida, los psicópatas forman un grupo muy importante entre las personas violentas de cualquier sociedad.
Recurriendo otra vez a la perspectiva biológica podemos hablar en términos generales de la violencia. Para ello empezaremos explicando las reacciones de un animal o una persona asustada —aumento del pulso, sudor frío, dilatación de las pupilas, etc.—, reacciones controladas por los nervios periféricos del sistema nervioso autónomo. En el sistema nervioso central se encuentran determinados núcleos en estructuras cerebrales como el hipotálamo, las estructuras límbicas del lóbulo temporal y las caras mediales y orbitales de los lóbulos frontales, que controlan el sistema nervioso autónomo. Estos mismos centros están en la base de otros aspectos de las emociones, de modo que nuestra experiencia sobre una emoción determinada —por ejemplo, el enfado— va unida irremediablemente a unos signos externos: expresión facial, subida de la presión sanguínea y del pulso, dilatación de las pupilas, etc. Los lóbulos frontales y temporales son susceptibles de sufrir diferentes daños como consecuencia de un traumatismo cerebral, del maltrato infantil, etc. Existen, por tanto, «experiencias naturales» que pueden inducir comportamientos violentos. Sabemos de los psicópatas que son individuos que se muestran desinhibidos emocionalmente. Este hecho provoca que se frustren y enfaden con mayor facilidad, y que sean incapaces de controlar su reacción agresiva.
Los estudios clásicos de Pincus y sus colegas demostraron que los resultados de tales lesiones no son independientes del entorno. Las personas con lesiones cerebrales, si son sometidas a maltrato durante la infancia, pueden adoptar una actitud paranoica y aprender de sus maltratadores que la violencia es un medio eficaz y correcto para controlar a los demás. Estos individuos pueden llegar a ser los criminales más violentos. La agresividad se encuentra entre los factores de la personalidad que podrían ser hereditarios.
Para entender la contribución genética a la violencia, los estudios realizados con gemelos parecen de vital importancia. Los gemelos monozigóticos (MZ) comparten el 100% de su genoma, mientras los gemelos dizigóticos (DZ) comparten aproximadamente 50% de su genoma, como cualquier otro par de hermanos. Si existe una predisposición a la violencia, ésta será más frecuente entre los gemelos monozigóticos que entre los dizigóticos. Este hecho demuestra la importancia de la genética, ya que los estudios de correlación de la conducta en gemelos, hermanos o hermanastros, nos ayudan a entender la importancia de los factores biológicos frente a los ambientales para que se dé un determinado comportamiento. De este modo, una forma sencilla de determinar el grado de violencia en los niños es hacer una encuesta a sus padres, solicitándoles detalles sobre el número de agresiones que sus hijos infligen a otros niños, las peleas con sus padres, la crueldad que demuestran, etc. Un estudio al respecto encontró correlaciones de 0,83 en gemelos MZ y 0,62 en gemelos DZ, poniendo de relieve que los factores genéticos contribuyeron en un 42% de la variación de agresividad en este grupo de niños.. En otro estudio con gemelos se encontró una correlación de 0,78 para MZ y 0,31 para DZ, y en un grupo de niños adoptados, el coeficiente de correlación del comportamiento agresivo entre hermanos adoptados por los mismos padres biológicos era mayor que entre hermanos adoptivos de distintos padres. Este dato apoya la idea de la influencia genética en la agresión. Para investigar la relación entre variabilidad genética y agresión también se puede emplear la observación de conductas. Utilizando este método se realizó un estudio que consistía en observar a niños de 5 a 11 años mientras jugaban con un muñeco. No se constató que existieran diferencias significativas entre los gemelos monozigóticos y dizigóticos en el nivel de agresión que mostraban en el juego. Esta aparente contradicción se explicó gracias a otro estudio reciente (esta vez con gemelos de entre 6 y 11 años), en el que se vio que mientras que las opiniones de los padres estaban más sesgadas hacia factores genéticos, las interacciones familiares categorizadas por observadores estaban más inclinadas hacia los factores ambientales. En otra investigación más exhaustiva se evaluaron las respuestas agresivas de 720 adolescentes de entre 10 y 18 años mientras discutían con sus padres. Este estudio incluía gemelos, hermanos con los mismos padres biológicos y hermanos con uno o ningún padre biológico común. Los investigadores concluyeron que aproximadamente el 28% de la agresión se podía explicar por factores genéticos. Otro excelente indicador del nivel de agresividad en niños y adultos, que además se centra en el tipo de violencia más preocupante, es el análisis de las detenciones y los juicios por delitos violentos. Este tipo de investigaciones, no obstante, pueden verse influidas por factores socioeconómicos tales como: el grupo étnico al que pertenecen los individuos objeto del estudio, los recursos económicos disponibles para pagar a su abogado, la facilidad de acceso a actividades ilegales, etc.
En un grupo de delincuentes juveniles, por ejemplo, el 30% de la variabilidad en la agresión se explicó por factores genético. En un grupo de 4.997varones daneses, sociedad relativamente homogénea en cuanto a etnicidad, nivel social, etc., un 50% de la variabilidad en los delitos contra personas se explicó por factores genéticos, y el 67% en delitos contra la propiedad.
Pese a todo, nuestro entendimiento de la función cerebral es todavía muy limitado como para permitirnos especificar detalladamente la influencia de los genes que influyen en el comportamiento. Al respecto, se han descubierto algunos defectos monogénicos que predisponen a la agresión, entre ellos defectos en el óxido nítrico sintetasa, en la MAO sintetasa A y el síndrome Lesch-Nyhan, entre otros. Y, sin embargo, ninguno de los defectos mencionados explica la predisposición a la violencia en una población de personas clínicamente normales, aunque apoyen la idea de que la conducta es, en el fondo, producto de la biología en interacción con el ambiente. Los mencionados centros del sistema nervioso encargados del control emocional (lóbulos frontales, sistema límbico e incluso el sistema nervioso autonómo) son las zonas donde se dirigen principalmente las últimas investigaciones genéticas. Además, los sistemas de neuronas dopaminérgicas, serotonérgicas y de otras catecolaminas se vislumbran como primordiales para la regulación de la agresión en animales y en seres humanos, hasta el punto de que el polimorfismo genético de estas neuronas promete explicar mucha de la variabilidad del comportamiento agresivo existente entre diferentes poblaciones humanas. Pero, como señalamos anteriormente, los defectos biológicos no funcionan con independencia del entorno; también existen infinidad de factores ambientales que predisponen a la violencia como, por ejemplo, los medios de comunicación, la disponibilidad de armas, las desigualdades y la competencia social, etc.
Genotipo
MAOA-1
Implica una baja expresión
poca
no cataliza
Enzima
Monoamino-Oxidasa A
mayor concentración de
SEROTONINA
Sin embargo, cuando estudiamos la figura de la agresión, encontramos varias dificultades. Como hemos visto, la mayoría de los estudios epidemiológicos se basan en medidas de conducta (por ejemplo, condenas por actos criminales) que raramente especifican el diagnóstico de los pacientes violentos. Este punto es crucial, aunque sea necesario cometer crímenes para entrar en la categoría de psicópata o de personalidad antisocial y la gran mayoría de los criminales no entren en esta definición. En varias poblaciones de jóvenes varones estadounidenses, por ejemplo, la frecuencia de condenas por delitos (excluyendo los relacionados con el tráfico) alcanza el 25 o el 47%, mientras que solamente el 3% de estos individuos tiene un diagnóstico de personalidad antisocial. Lo mismo ocurre en poblaciones violentas de reclusos: aunque todos son criminales, la mayoría no entran en la definición de personalidad antisocial ni de psicópata.
Cuando investigamos el origen de la personalidad antisocial podemos observar su componente hereditario, aunque nos resulte muy difícil distinguir este aspecto de la predisposición genética al alcoholismo u otra adicción, también ligadas a la personalidad antisocial. Un estudio realizado con 197 personas adoptadas aclaró este extremo. En él se midió la influencia del ambiente del hogar adoptivo y se observó que, a mayor cantidad de factores negativos (peleas matrimoniales, alcoholismo, abuso de drogas, etc.), mayor predisposición a comportarse violentamente. Esta predisposición aumentaba en el caso de los individuos a cuyos padres biológicos se les había diagnosticado personalidad antisocial. Parece que al psicópata no le importan las consecuencias de sus actos. De ahí que suela cometer delitos que le resulten divertidos o emocionantes a corto plazo (robar un coche) sin preocuparse por las consecuencias. Esta idea se confirma en investigaciones psicológicas realizadas a psicópatas. En ellas se observa que estos individuos no aprenden del castigo como el resto de personas. Esto implica la existencia de un defecto en la amígdala —responsable del aprendizaje con carga emocional— o en las conexiones que ésta establece con la corteza. Recientemente se ha podido demostrar la existencia de anomalías en la reacción que el psicópata tiene al escuchar palabras con contenido emocional, utilizando neuroimágenes del flujo de sangre cortical. Las zonas corticales afectadas son las mismas que se mencionaron anteriormente; las encargadas de controlar desde las emociones hasta las reacciones autónomas.
Éste es el enfoque que A. Raine ha dado a la mayor parte de su investigación. Otro aspecto muy interesante es la influencia de la nutrición materna en el cerebro del feto, especialmente en el futuro individuo violento. Se sabe ya que diversas complicaciones maternas (dificultades en el parto, peso reducido del niño, peso inadecuado de la madre, etc.) pueden contribuir a la aparición de la personalidad antisocial en los hijos. Pese a todo, siempre ha sido dificil separar los efectos genéticos de los efectos ambientales, porque la frecuencia de las complicaciones en el parto es más alta en personas con problemas psicológicos y socioeconómicos. Un estudio investigó la frecuencia de la aparición de la personalidad antisocial entre niños holandeses durante la Gran Carestía, tras la II Guerra Mundial, demostrando que la malnutrición materna durante los primeros seis meses de embarazo aumentó considerablemente la frecuencia de hijos con comportamiento antisocial, independientemente de la existencia de otros factores. Todavía no sabemos si los lóbulos frontales y temporales son más susceptibles a sufrir daños ocasionados por la malnutrición. De todos modos, nuestro conocimiento es ya lo suficientemente amplio como para darnos cuenta de la necesidad de mejorar las condiciones sociales de los países subdesarrollados. Si queremos reducir el nivel de violencia debemos alimentar adecuadamente a mujeres y niños.
A modo de conclusión se puede señalar que los individuos agresivos presentan un síndrome violento, que puede diferenciarse de otros criminales o pacientes psiquiátricos. Aunque la definición todavía suscita controversias que se concretan en la aplicación de los términos psicópata versus personalidad antisocial, se pueden destacar algunos aspectos importantes de índole psicobiológica. Entre ellos se encuentra el aspecto hereditario. Gracias a diversos estudios sabemos que entre los psicópatas el control y el aprendizaje emocional del cerebro funciona anormalmente. Pero es importante señalar también que el entorno del niño parece muy importante a la hora de canalizar sus tendencias genéticas o biológicas: desde la nutrición prenatal hasta la relación padre-hijo, sin olvidarnos de las condiciones sociales. Todos estos factores repercuten en la expresión de este desorden. Es demasiado sencillo decir que los psicópatas pobres son criminales y los ricos son políticos, pero hay que reconocer la importancia del entorno y que éste siempre es más fácil de corregir que la biología.
PRIMERA ACTIVIDAD DE APRENDIZAJE
Investigue y defina los siguientes conceptos:
1. Trastorno antisocial de la personalidad
2. Sociopatía
3.Psicopatía
2. Realice un mapa conceptual en el que establezca los diversos tipos de trastorno antisocial de la personalidad establecidos en el DSM-5.
Remita sus actividades por correo electrónico a más tardar el día 13 de noviembre.
Neurobiología de la violencia
Resumen
La neurobiología de la agresión y la violencia es de interés para la psicología jurídica porque buena parte de la conducta delictiva tiene componentes violentos. En esta revisión se definen en primer lugar ambos conceptos, para diferenciar a continuación los tipos de agresión (impulsiva vs. instrumental) que aparecen en la literatura científica y finalmente analizar las estructuras nerviosas que según los estudios sobre lesiones cerebrales o de neuroimagen están asociadas con la agresión. Esta revisión destaca: a) las estructuras subcorticales como el hipotálamo/tronco del encéfalo, donde se genera la conducta agresiva y la amígdala, implicada en procesar estímulos emocionalmente destacados; b) las estructuras corticales como la corteza prefrontal (que comprende la corteza orbitofrontal, la corteza prefrontal ventromedial y la corteza cingulada anterior), que parecen ser hipofuncionales en los sujetos violentos. Por último, se revisan estudios sobre el papel del neurotransmisor serotonina en la manifestación del comportamiento agresivo.
VIOLENCIA Y AGRESIÓN
Una definición adaptativa de agresividad sería la expuesta por Valzelli (1983), que la considera como un componente de la conducta normal que se expresa para satisfacer necesidades vitales y para eliminar o superar cualquier amenaza contra la integridad física y/o psicológica. Estaría orientada a la conservación del individuo y de la especie y solamente en el caso de la actividad depredadora conduciría a la destrucción del oponente, llegando hasta provocar su muerte. Siguiendo esta línea, se ha propuesto una distinción entre agresión y violencia basada en criterios de utilidad biológica. La primera sería una conducta normal, fisiológica que ayuda a la supervivencia del individuo y su especie (Archer, 2009). El término violencia se aplicaría a formas de agresión en las que el valor adaptativo se ha perdido, que pueden reflejar una disfunción de los mecanismos neurales relacionados con la expresión y control de la conducta agresiva, en tanto que su objetivo es el daño extremo, incluso llegando a la muerte de la víctima (Anderson y Bushman, 2002, Daly y Wilson, 2003, Mas, 1994). En consecuencia, la violencia está influida por factores culturales, ambientales y sociales que modelan la manera concreta de expresar la conducta violenta (Alcázar, 2011, Siegel y Victoroff, 2009). No obstante, esta conceptualización no implica necesariamente que la agresión y la violencia sean dos categorías separadas; al contrario, desde esta perspectiva se puede considerar que tanto la agresión como la violencia son conductas complejas que en dosis moderadas pueden tener una función adaptativa en entornos ambientales exigentes que supongan retos para la supervivencia del individuo. De este modo, la agresión y la violencia podrían considerarse como parte de una misma dimensión continua (Vassos, Collier y Fazel, 2014).
De esta manera, la violencia debería ser considerada como el resultado final de una cadena de eventos vitales durante la cual los riesgos se van acumulando y potencialmente se refuerzan unos a otros, hasta que la conducta violenta se dispara en una situación específica (Gronde, Kempes, van El, Rinne y Pieters, 2014).
Así, los factores psicosociales y biológicos interactúan modelando la conducta violenta. Por consiguiente, las causas psicosociales y biológicas del crimen violento están inseparablemente unidas y en constante interacción (van der Gronde et al., 2014, Stahl, 2014).
Tipos de agresión
La agresión es un constructo complejo y heterogéneo, por lo que interesa identificar subtipos o clases de agresión para su estudio (Stahl, 2014). Es clásica la distinción entre agresión premeditada (predatoria, instrumental) e impulsiva (afectiva, reactiva). Por tanto, se puede considerar que ha habido consenso en la codificación dicotómica de la agresión en dos categorías: impulsiva vs. instrumental (Alcázar, 2011, Cornell et al., 1996, Kockler et al., 2006, Raine et al., 1998, Stanford et al., 2003, Weinshenker y Siegel, 2002, Woodworth y Porter, 2002). La primera es una reacción abrupta, en “caliente”, como una respuesta a una percepción de provocación o amenaza, mientras que la instrumental es una respuesta premeditada, orientada a un objetivo y a “sangre fría”. Ahora bien, dando por sentada esta clasificación dicotómica, se debe subrayar que es muy frecuente que los actos violentos puedan mostrar características de ambas, impulsiva e instrumental (Bushman y Anderson, 2001, Penado et al., 2014). Por ejemplo, la conducta agresiva se puede dar de manera repentina como respuesta a una provocación percibida, con enfado y afecto hostil. Pero es que, además, esta misma conducta agresiva podría darse de una manera controlada y con un objetivo bien delimitado (intimidación, elevación de la autoestima, etc.) (Rosell y Siever, 2015).
Una clasificación similar a la impulsiva/instrumental es la que distingue entre agresión reactiva y proactiva. En esta clasificación se asume desde el principio, a diferencia de la anterior que opta por una concepción categórica de base, que ambas coexisten y contribuyen conjuntamente al nivel de agresión total del individuo y cada una es evaluada de manera dimensional (Rosell y Siever, 2015).
El tipo reactivo es el que más se parece a la categoría impulsiva y sería una agresión que sucede como reacción a una frustración o a una provocación percibida (normalmente en un contexto interpersonal). Este tipo de agresión está invariablemente acompañada de hostilidad, ira o rabia. Su objetivo básico sería compensar o mitigar el estado afectivo desagradable que siente el sujeto. Por otra parte, la agresión proactiva está caracterizada por que no tiene que ir necesariamente acompañada de un estado emocional desagradable (ira, rabia, etc.), suele ser iniciada por el agresor más que como reacción a una provocación y está motivada de manera explícita por la expectativa del agresor de obtener alguna recompensa (un objeto, un premio, poder, estatus, dominancia social, etc.) (Penado et al., 2014, Rosell y Siever, 2015). Estas dos maneras de agresión coexisten y están altamente correlacionadas. Sin embargo, la reactiva se ha vinculado con historia de abuso (Kolla et al., 2013), impulsividad (Cima et al., 2013, Raine et al., 2006), emociones negativas (como ira y frustración) y dureza emocional (que es un componente de la psicopatía) (Cima et al., 2013). Por su parte, la proactiva se ha relacionado positivamente con la psicopatía (Kolla et al., 2013), agresión física y delitos violentos (Cima et al., 2013, Rosell y Siever, 2015).
NEUROBIOLOGÍA DE LA AGRESIÓN IMPULSIVAS (CENTROS Y CIRCUITOS)
La agresión impulsiva es generalmente una respuesta inmediata a un estímulo del medio ambiente. Para Stahl (2014) este tipo de violencia puede reflejar “una hipersensibilidad emocional y una percepción exagerada de las amenazas, lo que puede ir ligado a un desequilibrio entre los controles inhibidores corticales de arriba-abajo y los impulsos límbicos de abajo-arriba” (p. 360). El paradigma clásico, que liga la corteza prefrontal y áreas límbicas como la amígdala, es que la actividad en estructuras límbicas subcorticales como la amígdala es modulada por una influencia inhibidora desde estructuras corticales como la corteza prefrontal orbitofrontal (COF). De tal manera que un individuo que no restrinja su agresión impulsiva tendrá una gran actividad en la zona amigdalar y poca actividad inhibidora en la zona COF, un individuo que sea capaz de controlar su agresión impulsiva tendrá una gran actividad en la COF y un individuo con una lesión en la COF tendrá un aumento de agresión impulsiva.
¿Pero dónde se origina el comportamiento de agresión en el sistema nervioso central?
Hipotálamo y sustancia gris periacueductal
Diversos estudios de lesión y estimulación realizados en la primera mitad del siglo XX en gatos mostraron que existía una región en el hipotálamo posterior que al ser destruida y separada de sus conexiones con centros situados en el tronco del encéfalo o la médula espinal hacia desaparecer un comportamiento agresivo de rabia (sham rage o falsa rabia) que no parecía estar asociado con la ira real y que no siempre iba dirigido hacia el estímulo que la había desencadenado, y al ser estimulada dicha región provocaba la aparición de dicho comportamiento (Finger, 1994, Siegel, 2005).
Los estudios sobre las bases neurobiológicas de la agresión en el gato han conducido a la descripción de un “ataque afectivo”, caracterizado por respuestas emocionales típicas del sistema nervioso simpático, y un “ataque predador”, sin aquellas. (McEllistrem, 2004, Siegel, 2005). Este tipo de conductas se pueden considerar análogas a la agresión afectiva y la agresión instrumental en humanos.
El “ataque afectivo” puede ser controlado desde una gran extensión del hipotálamo medial, extendiéndose hacia el tronco del encéfalo donde se encuentran centros nerviosos que controlan la expresión del ataque como es bufar y gruñir (McEllistrem, 2004). Además del hipotálamo medial también están implicados la amígdala medial, de la que recibe información excitadora, y la sustancia gris periacueductal dorsal del tronco del encéfalo, a la que envía información excitadora. Desde esta última hay conexiones excitadoras con el locus coeruleus y el núcleo solitario que median las respuestas autónomas durante el “ataque afectivo”; también hay conexiones excitadoras con los centros de los nervios trigémino y facial para el control de la apertura de la boca y las vocalizaciones; por último hay conexiones excitadoras indirectas con la médula espinal cervical para el movimiento de golpeo con la pata anterior (Haller, 2014, Siegel, 2005).
El “ataque predador” es controlado desde el hipotálamo lateral y desde regiones del tronco del encéfalo, como es la sustancia gris periacueductal ventrolateral (obsérvese que esta región es distinta de la implicada en el “ataque afectivo”), entre otras. Además, el hipotálamo lateral recibe información excitadora desde la amígdala central y lateral e inhibidora desde la amígdala medial; la conexión entre el hipotálamo lateral y la sustancia gris periacueductal ventrolateral es también excitadora. Desde diversas regiones del tronco del encéfalo se controlan los movimientos de acecho y golpeo así como de mordedura (Haller, 2014, Siegel, 2005).
Ambos circuitos se inhiben entre sí, es decir mientras el gato está realizando un “ataque predador”, que debe ser silencioso para no alertar a la presa, no puede mostrar “ataque afectivo” con manifestaciones como arquearse, piloerección o bufidos que le harían fácilmente detectable por la presa.
¿Qué hay de la influencia de la corteza prefrontal sobre las estructuras límbicas (amígdala e hipotálamo), indicada por otros autores, en los circuitos del comportamiento agresivo en el gato? Esa influencia existe en el gato a través de una conexión multisináptica a través del tálamo (Haller, 2014).
En relación con las estructuras cerebrales implicadas en el control de la conducta agresiva en el ser humano, los estudios se han basado en el comportamiento de seres humanos con daños cerebrales debido a enfermedades (tumores, quistes, rabia), heridas o enfermedades mentales. Por ejemplo, un estudio de Sano, Mayanagi, Sekino, Ogashiwa y Ishijima (1970) en el que se lesionó el llamado hipotálamo posteromedial tuvo éxito en reducir o abolir la agresividad en pacientes violentos. Otros estudios replicaron este hallazgo (Haller, 2014).
Un ejemplo interesante de control hipotálamico de la agresión es el hamartoma hipotalámico (con el nombre de hamartoma se conoce a un grupo de neuronas, glia o manojos de fibras nerviosas que perdieron su camino en el momento de la migración celular embrionaria, ubicándose en estructuras donde normalmente no deberían estar). Un subgrupo de pacientes que desarrollan esta malformación muestra un incremento de la agresión y cuando se retira el hamartoma se abole la agresividad (Ng et al., 2011). Los hallazgos observados con esta malformación muestran que las funciones hipotalámicas están estrechamente ligadas con la agresión en humanos.
Haller (2014) afirma que los mecanismos descritos para el gato en el hipotálamo, sustancia gris periacueductal y otros centros como la amígdala también pueden funcionar de forma similar en humanos con el añadido de la corteza prefrontal como sustrato de los factores psicológicos.
Las estructuras límbicas (amígdala, formación hipocampal, área septal, corteza prefrontal y circunvolución del cíngulo) modulan fuertemente la agresión a través de sus conexiones con el hipotálamo medial y el lateral (Haller, 2014).
La amígdala
La amígdala se relaciona actualmente con un conjunto de procesos nerviosos como son la cognición social, la regulación de la emoción, el procesamiento de la recompensa y la memoria emocional; también con la detección de las amenazas procedentes del medio ambiente visual o auditivo así como la excitación de respuestas de lucha o huida a través de sus conexiones con estructuras del tronco del encéfalo. Personas con lesión en la amígdala muestran dificultades en reconocer las señales faciales de malestar y tienen dificultades para generar respuestas de miedo condicionadas (Adolphs, 2013, Klumpers et al., 2015). Esto es parecido a lo que ocurre en individuos con alta tendencia a la violencia (jóvenes con callosidad emocional; Blair, 2013a, Lozier et al., 2014; psicópatas adultos; Blair, 2013b, Blair et al., 2004, Marsh y Blair, 2008).
A raíz de las observaciones de Kluver y Bucy (1939) sobre lesiones bilaterales de los lóbulos temporales anteriores en macacos se determinó que estas conducían, entre otras modificaciones de la conducta, a un apaciguamiento del animal haciéndolo menos agresivo. En orden a determinar si la pérdida de la agresividad de los monos era debida a lesión cortical o subcortical, Weiskrantz (1956) produjo ablaciones en su grupo experimental en ambas amígdalas y en el polo temporal medial, mientras que el grupo control había recibido lesión en la convexidad temporal inferior o una operación bilateral sin llegar a dañar el tejido cortical o subcortical. Sólo obtuvo modificaciones relacionadas con disminución de la agresión cuando la lesión afectaba al complejo amigdaloide.
Vista coronal
1. Fisura longitudinal; 2. ventrículo lateral (cuerpo); 3. Núcleo caudado; 4. Tálamo; 5. Surco lateral; 6. Putamen; 7. Globo pálido; 8. Núcleo caudado; 9. Ventrículo lateral; 10. Surco colateral; 11. Giro hipocampal; 12. Hipocampo; 13. Amígdala; 14. Giro occipitotemporal (fusiforme); 15. Giro temporal inferior; 16. Tercer ventrículo; 17. Giro temporal medio; 18. Giro temporal superior; 19ínsula; 20. Cápsula interna (brazo posterior); 21. Plexo coroideo; 22. Fisura transversal cerebral; 23. Giro congular; 24. Cuerpo calloso.
En humanos, el complejo amigdaloide se ha subdividido, de acuerdo con criterios de tipos celulares y densidad de dichos tipos, en 4 conjuntos de núcleos denominados laterobasal o basolateral, centromedial o central, masas intercaladas y superficial o cortical; las masas celulares intercaladas, situadas entre el grupo basolateral y el centro medial, son importantes para el control inhibidor de la actividad de la amígdala (Barbas et al., 2011, Rosell y Siever, 2015).
Posteriormente esta subdivisión se ha confirmado mediante resonancia magnética nuclear (Bzdok, Laird, Zilles, Fox y Eickhoff, 2013). El grupo de núcleos laterobasal es un receptor de información sensorial del tipo exteroceptivo (visual, auditiva, somatosensorial), el grupo centromedial genera respuestas endocrinas, autónomas y somatomotoras pero también recibe información visceral y gustativa y el grupo superficial está ligado al procesamiento de estímulos olfativos. El grupo laterobasal se coactiva con la corteza prefrontal ventromedial (CPFvm), que se piensa que actualiza contingencias de respuesta. La información del grupo laterobasal se envía al grupo centromedial, bien directa o bien indirectamente a través de las masas intercaladas, el cual conecta fundamentalmente con estructuras corticales y subcorticales motoras.
Dado que hemos visto que en el hipotálamo existen dos regiones implicadas en el control de la agresión reactiva y la agresión predadora, ¿existen conexiones entre la amígdala y aquellas regiones? Sí, existen conexiones desde la amígdala a través de dos vías llamadas estría terminal y vía amigdalófuga ventral (Nieuwenhuys, Voogd y van Huijzen, 2009), que conectan a la amígdala con el hipotálamo anterior y con el hipotálamo lateral.
Estudios de neuroimagen estructural de la amígdala y agresión. Algunos estudios han estudiado sujetos sanos, no clínicos, en este caso mujeres, cuyos niveles de agresión no estaban fuera de lo normal (Matthies et al., 2012). La agresión se midió mediante la prueba “Life History of Aggression” y se subdividió el grupo en dos grupos, uno con puntuaciones superiores a la mediana de la cohorte y otro con puntuaciones inferiores a la mediana de la cohorte. El subgrupo más agresivo tenía un volumen de la amígdala, corregido para el volumen total del cerebro, significativamente menor (16-18%) que el volumen del subgrupo menos agresivo. La limitación de este estudio es que se basa sólo en mujeres y se mide, mediante entrevista, la agresión pasada.
En sujetos violentos psicópatas se ha encontrado reducción significativa del volumen de sustancia gris de la amígdala en varios estudios (Ermer et al., 2012, Tiihonen et al., 2000). En cambio un estudio del mismo grupo de investigación en adolescentes encarcelados con caracteres psicopáticos (Ermer, Cope, Nyalakanti, Calhoun y Kiehl, 2013) no encontró una disminución en el volumen de la amígdala en función de la puntuación en el test correspondiente de medida de la psicopatía. Estos autores no dan una explicación para la diferencia en el volumen amigdalar entre adolescentes y adultos. Boccardi et al. (2011) estudiaron la morfología cortical y amigdalar en sujetos violentos que se podían caracterizar como psicópatas. El volumen global de la amígdala era significativamente mayor en los violentos que en los controles, pero lo más interesante es que la morfología de los distintos núcleos era diferente de la de los controles, observándose tanto aumento como disminución de tejido en diferentes núcleos amigdalinos considerándose este aspecto como más importante que el volumen mayor de la estructura (Boccardi, comunicación personal). En cambio, un estudio previo (Yang, Raine, Narr, Colletti y Toga, 2009) había encontrado disminución en el volumen de la amígdala de sujetos violentos psicópatas. Para Boccardi et al. (2011) la diferencia entre ambos estudios podría encontrarse en la inclusión en el estudio de Yang et al. (2009) de sujetos con trastorno del espectro de la esquizofrenia.
Vemos, por lo tanto, que existe una cierta relación inconsistente entre volumen de la amígdala y la agresión. Para algunos autores esto puede ser debido a que no se haya distinguido entre agresión impulsiva y agresión predadora o instrumental (Pardini et al., 2014, Rosell y Siever, 2015) o a que tal vez sea necesario tener en cuenta la subdivisión en núcleos de la amígdala como han hecho ya algunos estudios (Boccardi et al., 2011, Gopal et al., 2013, Yang et al., 2009, Yoder et al., 2015). Por ejemplo Gopal et al. (2013) estudiaron una población de pacientes psiquiátricos cuya agresión y violencia midieron mediante escalas psicométricas y subdividieron la amígdala en una región dorsal (que incluye el núcleo central) y una región ventral (que incluye el complejo basolateral) midiendo el volumen mediante resonancia magnética nuclear y correlacionando el volumen total y el volumen de las regiones dorsal y ventral con los índices psicométricos de agresión/impulsividad; no obtuvieron una correlación entre el volumen total y los índices de agresión/impulsividad, pero sí una relación positiva entre las regiones ventrales de la amígdala y la agresión/impulsividad. Los autores consideraron que la amígdala dorsal tendría un papel de control y la amígdala ventral uno de activación, dada su conexión con la corteza orbito-frontal que tiene que evaluar e integrar los estímulos que recibe de las áreas corticales sensoriales de asociación y de la propia amígdala. Dicha activación se pondría de manifiesto en los sujetos agresivos por falta de evaluación e integración de la información procedente desde la corteza prefrontal.
Estudios de neuroimagen funcional de la amígdala y agresión. Los estudios de neuroimagen funcional se han basado en diversas técnicas (tomografía de emisión de positrones [TEP] y resonancia magnética funcional [RMf]].
En un estudio con una muestra muy diversa de sujetos asesinos que habían sido declarados inocentes por razones de locura, entre los que había esquizofrénicos, epilépticos y otros, Raine, Buchsbaum y Lacasse (1997), utilizando la técnica TEP, encontraron una asimetría anormal en la actividad de la amígdala, mostrando la amígdala izquierda una actividad reducida y la derecha una actividad aumentada.
Para diferenciar las regiones corticales y subcorticales implicadas en la agresión reactiva frente a la agresión instrumental, Raine et al. (1998) dividieron a los sujetos del estudio previo (Raine et al., 1997), mediante una escala de 4 puntos de violencia predadora-afectiva, en un subgrupo de 15 sujetos que mostraban violencia predadora y 9 sujetos que mostraban violencia afectiva. Se debe tener en cuenta que en este estudio el análisis subcortical incluía el hipocampo, la amígdala, el tálamo y el tronco del encéfalo de forma indiferenciada. Ambos grupos mostraban niveles de glucosa subcortical superiores al grupo control sólo en el hemisferio derecho. Los autores interpretan los hallazgos en el sentido de que la activación del hemisferio derecho interviene en la generación de afecto negativo, lo que daría lugar a una predisposición a la conducta violenta.
Los estudios recientes más extensos de neuroimagen funcional se han realizado generalmente en poblaciones de psicópatas. Estos han demostrado niveles más bajos de actividad en la amígdala cuando ven imágenes que muestran violaciones morales e imágenes con caras de miedo, también durante el condicionamiento aversivo y mientras ven imágenes de estímulos aversivos, así como en una tarea de recuerdo de palabras con contenido emocional frente a otras neutras (Anderson y Kiehl, 2012, Anderson y Kiehl, 2013). Hay que tener en cuenta que los psicópatas no suelen reaccionar a este tipo de imágenes y no muestran condicionamiento aversivo, por lo que los niveles bajos de actividad de la amígdala estarían en la base de la insensibilidad emocional de estos sujetos.
Los adolescentes con problemas de conducta y rasgos de callosidad emocional muestran menos sensibilidad de la amígdala a caras de miedo, aunque no a otras expresiones faciales, que los sujetos control y que los niños con problemas de conducta pero rasgos de callosidad emocional menos intensos (véanse revisiones en Herpers, Scheepers, Bons, Buitelaar y Rommelse, 2014 y Umbach, Berryessa y Raine, 2015).
Como veremos más adelante, partes de la corteza prefrontal están también asociadas con el comportamiento agresivo, en particular la corteza orbitofrontal y la corteza prefrontal ventromedial. La amígdala está conectada intensamente con estas regiones corticales a través del fascículo uncinado (Catani y Thiebaut de Schotten, 2008, Fortin et al., 2012, von der Heide et al., 2013) que conecta bilateralmente la corteza orbitofrontal y la amígdala mientras que la conexión entre la corteza prefrontal ventromedial y la amígdala es más bien unidireccional en el sentido de aquella a esta.
La integridad estructural del fascículo uncinado (FU) ha sido estudiada en sujetos violentos adultos (Craig et al., 2009, Motzkin et al., 2011, Sundram et al., 2012, Wolf et al., 2015) y en adolescentes con trastorno de conducta (Pape et al., 2015, Passamonti et al., 2012, Sarkar et al., 2013 y véase revisión en Olson, Von Der Heide, Alm y Vyas, 2015). En los sujetos adultos se ha encontrado una reducción microestructural del FU derecho–que, por otro lado, es el FU de mayor tamaño de los dos hemisferios y, por ello, tal vez más fácil de cuantificar en la resonancia magnética–comparado con sujetos control de la misma edad y de igual nivel de inteligencia (Craig et al., 2009, Motzkin et al., 2011), aunque esta alteración no está restringida al FU (Sundram et al., 2012) y además está reducción está relacionada con las características interpersonales (encanto superficial, sentido grandioso de lo que uno vale, mentira patológica y manipulación de los otros) de los psicópatas.
En cuanto a los adolescentes violentos, tal conducta se ha observado asociada con una conectividad estructural más elevada que en los sujetos adultos violentos (Pape et al., 2015, Passamonti et al., 2012, Sarkar et al., 2013) y que en jóvenes control de la misma edad y nivel de inteligencia. ¿Qué explicación podría darse a esta diferencia entre sujetos adultos y jóvenes violentos en la microestructura del FU? Se ha planteado que podría deberse a una maduración anormal acelerada y que sería en parte de origen genético y de desarrollo (Passamonti et al., 2012) y cuando estos sujetos adolescentes llegaran a adultos la maduración anormal acelerada explicaría su FU reducido.
La corteza prefrontal
La corteza prefrontal es aquella parte del lóbulo frontal situada delante de la denominada corteza premotora, incluyendo tanto regiones de la parte medial del hemisferio como de la parte lateral. En lo que nos interesa a nosotros para el estudio de la agresión, la corteza prefrontal contiene 3 regiones importantes: la corteza orbitofrontal (COF), la corteza cingulada anterior (CCA) y la corteza prefrontal ventromedial (CPFvm). La COF se encuentra en la parte basal de los hemisferios mientras que la CPFvm se encuentra en la cara medial de los hemisferios y en su parte ventral y la CCA se encuentra en la cara medial de los hemisferios (fig. 1).
Figura 1. A. Vista sagital medial del hemisferio derecho. La parte frontal está a la izquierda y la parte occipital a la derecha; en negro, el cuerpo calloso. B. Visión sagital medial del hemisferio derecho en la que se han numerado las áreas de Brodmann que se citan en el texto. Las líneas corresponden a los límites de las áreas. En rayado discontinuo se encuentran las BA 11,12 y 25 que se consideran parte de la CPFvm. La corteza cingulada anterior forma parte del BA 24. C. Vista basal del hemisferio derecho: OLF, surco olfativo, MOS, surco orbital medio, TOS, surco orbital transversal, LOS, surco orbital lateral. D. Vista basal del lóbulo frontal del hemisferio derecho en la que se muestra parte de la CPFvm en rayado discontinuo. El resto de la base del lóbulo frontal está constituido por las circunvoluciones orbitales u orbitarias: OLF, surco olfativo, SOM, surco orbital medio, SOT, surco orbital transversal, SOL, surco orbital lateral.
Corteza prefrontal
La COF se ha subdividido en varias áreas de Brodmann (BA en adelante) y no es uniforme anatómicamente y por lo tanto no lo será desde un punto de vista funcional (Price, 2006, Price, 2007). La COF forma parte de la corteza frontal límbica junto con la CCA. Ambas cortezas, en el caso de la COF sobre todo su zona posterior, tienen las conexiones más fuertes con la amígdala (Ghashghaei, Hilgetag y Barbas, 2007). La vía amígdala-COF posterior puede tener un papel destacado en el enfoque de la atención sobre estímulos motivacionalmente relevantes, consistente con el papel de la amígdala en la alerta y vigilancia emocional. Como la amígdala recibe información sensorial de todas las modalidades sensoriales (que terminan en las mismas partes de la amígdala que se proyectan a la COF posterior), sus proyecciones pueden enviar el significado afectivo de los estímulos sensoriales externos. A su vez, la información que la CCA y la COF enviarían a la amígdala sería acerca del medio interno incluyendo emociones internalizadas como celos, vergüenza y culpabilidad, que evocan una excitación emocional (Ghashghaei et al., 2007).
Dado su patrón de conexiones con la amígdala, existiría una diferencia en las funciones de la COF y la CCA: como la COF recibe más proyecciones de la amígdala y la CCA envía más proyecciones a la amígdala (macacos, Ghashghaei et al., 2007; humanos, Roy et al., 2009), la primera tendría un valor más sensorial o perceptual evaluando el valor motivacional y afectivo de los estímulos mientras que la segunda tendría una relación más importante con las acciones o respuestas (hay que tener en cuenta que la CCA tiene sus principales conexiones de salida con centros autónomos del tronco del encéfalo y de la médula espinal implicados en la expresión de emociones como vocalizaciones) (Rosell y Siever, 2015, Timbie y Barbas, 2014). Es importante destacar que la COF contiene una conexión especializada con la amígdala, a través de las masas intermedias de esta, que activaría centros del tronco del encéfalo y de la médula espinal implicados en la activación emocional y en el retorno a una situación emocional previa disminuyendo dicha activación. Este circuito permitiría explicar la excitación emocional (incremento de frecuencia respiratoria y cardiaca, etc.) en situaciones de comportamiento agresivo.
Estudios de daño cerebral en la CPF y agresión. En la literatura neuropsicológica se han encontrado ejemplos de agresión impulsiva tras daño a la COF ya sea durante la infancia/adolescencia (Anderson et al., 1999, Boes et al., 2011, Eslinger et al., 2004, Mitchell et al., 2006) o durante la edad adulta (Bechara et al., 2000, Benton, 1991, Berlin et al., 2004, Grafman et al., 1996, Hornak et al., 2003, Szczepanski y Knight, 2014) (tabla 1).
Estudios de neuroimagen estructural de la CPF y agresión. Se han encontrado disminuciones del volumen de sustancia gris en la COF en sujetos adultos de una muestra criminal que mostraba psicopatía (Boccardi et al., 2011, Ermer et al., 2012), en adolescentes varones encarcelados con caracteres psicopáticos (Ermer et al., 2013), en delincuentes violentos (Tiihonen et al., 2008), y en psicópatas sin éxito (que no han podido evitar condenas criminales) (Yang, Raine, Colletti, Toga y Narr, 2010) (tabla 2) (véase también revisión de diversos estudios en Yang, Glenn y Raine, 2008).